Advertencia a los lectores de los #100peorespoemasmexicanos
Notas y recortes sobre la poesía mexicana actual
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Leer poesía, además de un cierto entrenamiento, requiere de una serie de virtudes que exceden un nivel básico de comprensión; la poesía participa de múltiples tradiciones, estatutos y procedimientos que encarnan una formación lectora inusual, construida por años y ánimos extrahumanos; el lector de poesía, es, a diferencia del lector de narrativa o ensayo –que buscan el entretenimiento o la investigación-, algo más complejo, los lectores de poesía buscan, además, el “Ángel Necesario” como lo llamó Wallace Stevens.
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Muchas son las interpretaciones que sobre el concepto de poesía se han deshilado en el curso de los siglos y en las lenguas del mundo, para los griegos la poesía fue una forma del “hacer”, escritura creativa que sintetizaba una visión imitativa o no imitativa de la naturaleza, para los poetas prehispánicos fue “Flor y Canto”, hermoso difrasismo que implicaba belleza y alegría en la amistad.
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En su conferencia “Nombre y Naturaleza de la Poesía” para la Universidad de Harvard, A. E. Housman, recuerda una sentencia de Eliphaz el Temanita: “un espíritu, una sombra pasó por mi cara, y el vello de mi carne se me puso de puntas” y agrega: “La experiencia me ha enseñado, cuando me afeito por las mañanas, estar pendiente de mis pensamientos, porque, si una línea de poesía anda por mi memoria, mi piel se eriza de tal manera que la navaja deja de servir. Este síntoma extraño va acompañado de un escalofrío que me recorre la espina; a veces sufro otro que consiste en la sensación de un nudo en la garganta y de agua en los ojos; y hay un tercero que sólo podría describir con la ayuda de una frase de Keats contenida en una de sus cartas, en donde dice, hablando de Fanny Brawne, ‘cualquier cosa que me trae el recuerdo de ella me atraviesa como una lanza’. El asiento de esta sensación es la boca del estómago.”
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En todos los casos, la idea de poesía va siempre acompañada de extrema belleza y plenitud de pensamiento y emoción, con el paso del tiempo, la idea de belleza va cambiando y la expresión de esa belleza temporal va asumiendo diversas gradaciones que van desde lo bizarro hasta lo epifánico. Al tratarse de un discurso de la naturaleza humana, en la poesía caben con igual licitud, la confesión filosófica y el estruendo de la alegre celebración, la íntima certeza de que nada vale la pena en el mundo y el deseo de la trascendencia.
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Vida, Muerte, Amor y sus combinaciones posibles, fueron, para los románticos, las tres materias esenciales de su escritura: La vida en la muerte, la muerte en el amor, el amor en la vida… etc., constituyen los estamentos básicos de su visión poética. Con el advenimiento de la vanguardias históricas, la poesía participó entonces de nuevos vínculos estéticos con otras disciplinas del arte, refinó procedimientos expresivos muy novedosos y consiguió, como en otro tiempo Arquíloco con sus yambos o Góngora con el hipérbaton, dar un refresco a las formas expresivas del siglo XIX.
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Sin embargo, no toda la producción artística de las vanguardias fue recogida por las nuevas generaciones como un valor o disvalor estético, sometidas a las leyes del mercado, las líneas de pensamiento más sobresalientes de las vanguardias se trasformaron en instancias de la comercialización de productos masivos, en sistemas de relaciones sociales distópicas y en una transformación de la identidad que implica el desarrollo de una alteridad asimilada y sólida (por los valores, la seguridad y los contenidos) o excluida y líquida ( por la relatividad, la movilidad y la incertidumbre) que coloca al arte en la ropa, la televisión y en los accesorios electrónicos, antes que en los museos o los libros, dando paso a una estética del consumo.
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En esta época líquida de incertidumbre, se discuten los valores artísticos desde la perspectiva de los recursos tecnológicos con los cuales cuentan los creadores, la hiperconectividad del internet, los procesos industriales en serie, la globalidad de usos, maneras e intercambios del consumo: se consumen productos y se consumen ideas.
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En el caso de la poesía en lengua española existe una corriente centrada en el preconcepto de las llamadas “escrituras”; se les llama “escrituras” a una serie de textos sin clasificación ni género pero que son frecuentemente vinculados con la poesía, donde el programa estético consiste en algunos de estos postulados:
Ruptura de la ilación de la frase, de la integridad del significante. Explosión y reflexión de fonemas. Semiotización de los blancos. Desaparición de la palabra. Intento por sobrepasar los límites textuales. La escritura obedece a la noción de proceso indefinido. Una poesía no del yo, sino de la aniquilación del yo. “Cierta disposición al disparate, un deseo por lo rebuscado, por lo extravagante, un gusto por el enmarañamiento que suena kitsch” (Perlongher) El lenguaje abandona su función de comunicación para desplegarse como pura superficie. Pérdida del sentido y del hilo del discurso.
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¿Discursos fragmentarios? Y sí, comprendemos que la vida contemporánea es fragmentaria y total, que de esos pequeños fragmentos de la realidad perceptible habremos de construir el nuevo pensamiento poético, pero nunca, nunca al margen del hombre, última instancia donde el poema se cumple.
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¿Polifonía? y cómo no, si hablamos de lenguas multimodales, de insaculación metalingüística, de migraciones, de una subversión del légamo sintáctico
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¿El poema maniatado como vehículo comunicativo? ahí ya no, si sólo puede producir incomunicabilidad, no es precisamente una de las mejores virtudes de un ejercicio literario, el poema lleva en sus palabras los sentidos superiores de la existencia, aún aquellos que escapan a una notación lógica y prelógica de su expresividad, el poema comunica, siempre, hasta la perplejidad de la incomprensión.
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¿Diálogo perenne con las vanguardias? Eso sí de plano ya es demodé y de retaguardia, dialogar con Lezama es tan riesgoso y tan innovador como dialogar con Góngora o Píndaro, los referentes de los poetas de la dificultad por lo general son muy reducidos, hay pobreza lectora.
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¿Supresión o difuminación del yo? Ahí no, creemos en la esencial heterogeneidad del ser en Juan de Mairena, y creemos que el ser es algo que está siendo que no acaba de serse, como ya previno con suficiencia Octavio Paz en El arco y la lira actualizando a Heidegger.
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¿Progresión metonímica? Otra vez no, la poesía no se reduce a un solo procedimiento, existen tantos recursos en el arsenal retórico que someter al poema a sólo un tropo de contigüidad o sucesión, es tan precario como sugerir la isotopía del significante en el Medusario.
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¿Búsqueda del sinsentido y el absurdo? No y claro que no, el absurdo y el sinsentido como búsqueda es verdaderamente un absurdo y un sinsentido, encontrarlo en el curso de la creación, es quizá un hallazgo feliz, pero como programa es una ocurrencia insostenible.
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¿El sabor a lo kitsch? Recuperar los elementos de la cultura popular, injertarlos en el poema, pero no como programa, nunca como programa sino como concurrencia feliz del fluir del pensamiento.
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¿Problematización formal e intelectual del poema? Y sí, y cuándo no lo ha sido, ¿es menos problematizado un poema de Darío como el dedicado a Ramón del Valle Inclán o una décima popular veracruzana?
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¿La apuesta por la contingencia y lo imprevisto? Apostar, otra vez un programa prefijado, el mundo es contigente e imprevisto, no necesitamos apostar a nada de eso, lo vivimos ya todos los días.
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¿Aceptación de formas no perfectas? Ahí sí me parece que es la pereza la que habla, porque no aceptar formas perfectas como las del propio lezama o carlos german belli, tanto como aquellas que no sean perfectas, el propio Gerardo Deniz o Glauco Mattoso escriben esplendentes sonetos.
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Mario Vargas Llosa
PIEDRA DE TOQUE EL PUÑO INVISIBLE
(25-12-11)
No creo que nadie haya trazado un fresco tan completo, animado y lúcido sobre todas las vanguardias artísticas del siglo XX como lo ha hecho Carlos Granés en el libro que acaba de aparecer: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus). Lo he leído con la felicidad y la excitación con que leo las mejores novelas.
La ambición que alienta su ensayo es desmedida, pues equivale a la de querer encerrar un océano en una pecera, o a todas las fieras del África en un corral. Y no sólo ha conseguido este milagro; además, se las ha arreglado para poner un poco de orden en ese caos de hechos, obras y personas y, luego de un agudo análisis de las ideas, desplantes, manifiestos, provocaciones y obras más representativas de ese protoplasmático quehacer que va del futurismo a la posmodernidad, pasando por el dadaísmo, el surrealismo, el letrismo, el situacionismo, y demás ismos, grupos, grupúsculos y sectas que en Europa y Estados Unidos representaron la vanguardia, sacar conclusiones significativas sobre la evolución de la cultura y el arte de Occidente en este vasto período histórico.
El mérito mayor de su estudio no es cuantitativo sino de cualidad. Pese a su riquísima información, no es erudito ni académico y no está estorbado de notas pretenciosas. Su sólida argumentación se alivia con un estilo claro y vivaces biografías y anécdotas sobre los personajes centrales y las comparsas que, pintando, esculpiendo, escribiendo, componiendo, o, simplemente imprecando, se propusieron hacer tabla rasa del pasado, abolir la tradición, y fundar desde cero un nuevo mundo radicalmente distinto de aquél que encontraron al nacer. Eran muy distintos entre sí pero todos decían odiar a la burguesía, a la academia, a la política y a los usos reinantes. Todos hablaban de revolución aunque la palabra tuviera significados distintos según las bocas que la pronunciaran. Querían liberar el amor, cambiar la vida, dar derecho de ciudad a los deseos, traer la justicia a la tierra, eternizar la niñez, el goce y los sueños, y eran tan puros que creían que los instrumentos adecuados para conseguirlo eran la poesía, los pinceles, el teatro, la diatriba, el panfleto y la farsa.
Había entre ellos verdaderos pensadores, poetas y artistas de gran valía, como un André Breton o un George Grosz, y abundaban los agitadores y bufones, pero todos, hasta los más insignificantes entre ellos, dejaron alguna huella en un proceso en el que, como muestra admirablemente el libro de Carlos Granés, la literatura, las artes y la cultura en general fueron cambiando de naturaleza, reemplazando el fondo por las puras formas, y trivializándose cada vez más, en tanto que, en el curso de los años, pese a sus insolencias y audacias, el establecimiento iba domesticando a unos y a otros y reabsorbiendo toda esa agitación contestataria hasta corromper literalmente –mediante la opulencia y la fama- a los antiguos anarquistas y revolucionarios. Algunos se suicidaron, otros desaparecieron sin pena ni gloria, pero los más astutos se hicieron ricos y célebres, y alguno de ellos terminó invitado a tomar el té a la Casa Blanca o ennoblecido por la Reina Isabel. Andy Warhol recibió un balazo en el estómago por el delito de ser hombre (según explicó su victimaria, Valerie Solanas), pero, en vez de quince minutos, su gloria duró decenios y todavía no se extingue.
Pese a lo amenas y pintorescas que suelen ser las páginas de El puño invisible cuando relatan las matonerías de Marinetti, las extravagancias de Tzara, las audacias de Duchamp, el cerebralismo de John Cage y sus conciertos silenciosos, las locuras de Isidore Isou, el frenético exhibicionismo de un Allen Ginsberg, o el salto del taller de pintura al terrorismo de algunos vanguardistas italianos, alemanes y norteamericanos, el libro de Granés es profundamente trágico. Porque, con todo el respeto y la simpatía con que él investiga y se esfuerza por mostrar lo mejor que hay en aquellas vanguardias, no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio, de un absoluto fracaso. Un verdadero parto de los montes del que sólo salieron ratoncillos.
¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada. Lo menos perecedero que en pintura, poesía, música e ideas se produjo en Occidente en esos años no formó parte o, si lo hizo, se apartó pronto de la “vanguardia” y tomó otro rumbo: el de Mahler, Joyce, Kafka, Picasso o Proust. Aquélla acabó por convertirse en un ruidoso simulacro que, a menudo, galeristas, publicistas y especuladores del establecimiento trastocaron en pingüe negocio. O, todavía peor, en una payasada ridícula. Una vez más quedó claro que el arte y la literatura progresan con realizaciones concretas –obras maestras- más que con manifiestos y bravatas, y que la disciplina, el trabajo, la reelaboración inteligente de la tradición, son más fértiles que el fuego de artificio o el espectáculo-provocación.
Una de las últimas escenas que describe El puño invisible es una exposición muy peculiar de Yves Klein, quien, por ese entonces, propugnaba la teoría de la “desmaterialización del objeto”. Fiel a su tesis, el artista presentaba una galería vacía, sin cuadros ni muebles. El visitante recibía al ingresar un coctel azul “que lo mantenía orinando del mismo color durante varios días”. ¿Y la obra exhibida? “No existía: o sí, la llevaba el visitante en la vejiga”, explica Granés. Por esos mismos días, Piero Manzoni convertía en arte todos los cuerpos humanos que se cruzaban en su camino, con el dispositivo mágico de estamparles su firma en el brazo. Otros, comían excrementos, adornaban calaveras con brillantes, o, como el celebrado Michael Creed, ganador del Turner Prize, prendían y apagaban la luz de una sala, proeza que la Tate Britain celebró explicando que, a través de este paso de la oscuridad a la claridad, el artista “exponía las reglas y convenciones que suelen pasar desapercibidas”. (Y es seguro que se lo creía).
Después de muchas páginas dedicadas a rastrear una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna, es decir, la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte, Carlos Granés afirma, con toda razón: “No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales”. Esta frase resume de manera prístina la absorbente historia que cuenta su libro: cómo una voluntad de ruptura y negación que movilizó a tantos espíritus generosos desde los comienzos del siglo XX y que conmovió hasta las raíces las actividades artísticas y literarias del mundo occidental, fue insensiblemente deshaciéndose de todo lo que había en ella de creativo y tornándose puro gesto y embeleco, es decir, un espectáculo que divertía a aquellos que pretendía agredir, arrastrando por lo demás, en esta caída en el infierno de la nadería, a los cánones, patrones y tablas de valores que habían regulado antes la vida cultural. Acabaron con ellos pero nada los reemplazó y desde entonces vivimos, en este orden de cosas, en la más absoluta confusión.
Por eso, sólo al terminar este magnífico libro descubren los lectores la razón de ser de su bello título: aunque en cien años de vanguardia no construyera muchas cosas inmarcesibles en el dominio del espíritu, el poder destructivo de ese “puño invisible” sí fue cataclísmico. Ahí están, como prueba, los escombros que nos rodean.
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Jorge Mendoza, en el prólogo de la antología El oro ensortijado. Poesía viva de México, escribe que:
Poesía en movimiento estableció un programa de interpretación, una lectura del pasado y del presente poético al mediar el siglo xx y una manera en que debía leerse la poesía posterior: una preceptiva. Octavio Paz, en su periodo de mayor efervescencia vanguardista, formuló la base sobre la que descansaba este “experimento”: “la tradición de la ruptura”. Así, Poesía en movimiento se propuso reflejar “la trayectoria de la modernidad en México” (6), cuyo derrotero, según la antología, fue iniciado por Tablada, seguido por los contemporáneos y continuado por los poetas jóvenes que escribían hacia 1966. (Mendoza 19)
La nueva perspectiva poética de Paz radicaba en una especie de programa cuyos postulados presento a continuación:
1. Las obras modernas tienden más y más a convertirse en campos de experimentación, abiertos a la acción del lector y a otros accidentes externos”.
2. “Duchamp va más allá; al destruir la noción misma de obra pone el dedo en la llaga: el significado. Su cura fue radical: disolvió el significado”.
3. “A fines del siglo pasado Mallarmé publicó en una revista Un coup de dés y así inaugura una nueva forma poética. Una forma que no encierra un significado sino una forma en busca de significación”.
4. “Expuesta a la intervención del lector y a la acción –calculada o involuntaria– de otros elementos externos, también saca partido del azar y de sus leyes, provoca el accidente creador o destructor, convierte el acto poético en un juego o en una ceremonia”.
5. “…abrir las puertas del poema para que entren muchas palabras, formas, energías e ideas que la poética tradicional rechazaba”.
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Vocación de riesgo (Alí Calderón)
Para esta estética es axial la noción de riesgo. Milán sostiene, para citar un caso, que
El riesgo del poema no consiste en la profundización en el pantano autobiográfico. El riesgo del poema es, y será hasta nuevo aviso, formal. Y es en el mejor tratamiento de la forma poética desde donde puede surgir un criterio de novedad (…) La novedad del poema reside en despistar al lector frente a lo que el lector cree que va a venir. De lo contrario no hay poesía. Habrá, en el mejor de los casos, acompañamiento vital del lector, coqueteo, exhibición narcisista, en una palabra: complacencia.
Sesuda definición de Eduardo Milán en la que no alcanza a quedar claro si se burla de la ignorancia de sus lectores y epígonos o no conoce la materia a la que se refiere. Pero vamos por partes. Se dice: “el riesgo del poema es y será, hasta nuevo aviso, formal”. La literariedad, la condición literaria de un texto, tiene por condición ineludible uno de los aspectos de la función poética del lenguaje la autorreflexividad. Sin ella, sin esta disposición particular de la forma, no hay poesía, no hay discurso estético-literario. Pero podríamos decir lo mismo desde otra orientación teórica. La retórica clásica sostiene que la literatura, para ser literatura, requiere un elemento
alienante. “La alienación es el efecto anímico que ejerce en el hombre lo inesperado” (Lausberg)
[1]. Hay dos maneras de producir lo inesperado: a través del
docere, es decir, el empleo de metasememas y metalogismos, y mediante el
delectare, efectivamente, el trabajo de la forma, es decir, a través de la rarificación del lenguaje.
El grupo µ, por su parte, sostiene que el habla poética se caracteriza por un desvío de la norma lingüística, un decir las cosas de manera “rara”, “diferente”. Por ello, no resulta inverosímil que se este “mal uso” del lenguaje haya sido considerado por distintos teóricos. “abuso (Valéry), violación (J. Cohen), escándalo (R. Barthes), anomalía (T. Todorov), locura (L. Aragon),desviación (L. Spitzer), subversión (J. Peytard), infracción (M. Thiry)” (grupo µ 51). Toda literatura, toda poesía, se fundamenta en un decir que trascienda el nivel de la denotación y sus reglas gramaticales. Este decir extraño promueve la atención del lector en el discurso. Por otro lado, hay en los teóricos de la poesía latinoamericana del riesgo una especie de ingenuidad teórica que, para su nivel y pretensión, resulta intolerable y hasta ridícula. Para nadie es un secreto que la sorpresa, es decir, la baja predictibilidad lingüística, es fundamento de los códigos de género de la literatura y, especialmente, de la poesía. Todo esto, evidentemente, no a raíz de Mallarmé o las elaboraciones teóricas de Milán y afines sino desde que la literatura existe como género.
La innovación a la que apela Milán, sin él saberlo o reconocerlo, es en realidad un redescubrimiento de la tradición literaria y de sus “reglas”, del sistema de lo literario, que se ha conformado a lo largo de los siglos.
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Si pudiéramos preguntar a Eduardo Milán, teórico del riesgo, cómo es la buena poesía contemporánea, él probablemente respondería lo ya expuesto en Resistir: “creo que en el momento actual lo único que puede salvar a la poesía es el enigma. Me refiero a la realidad artificial que genera construir universos verbales que no tienen viabilidad presente. El presente, este presente, es tan entrópico que obliga al poeta a la inteligencia”. Y es válido preguntarnos: ¿inteligencia es sinónimo de incomprensión, de pereza simbólica, de desprecio de la representación y absolutismo de la invención? ¿La pasión por lo conceptual es la bandera de una élite artística que se sitúa en la periferia del sistema estético para preservar su centralidad en el poder cultural?
Podría hacerse una especie de crítica a la poética del riesgo por sus inconsistencias ya que se obvia la naturaleza de todo discurso estético-literario. El poema es un tipo de texto diferente a una receta de cocina o a un artículo periodístico. Su estatuto semiótico es diferente. Hay ciertas características que, de Safo o los primeros poetas egipcios a hoy, configuran la poesía.
1) El discurso estético se caracteriza por suspender la referencialidad y establecer un mundo posible. Es autónomo. No se corresponde con la realidad, Instaura un mundo posible. Desde el punto de vista formal se caracteriza por estar dominado por la función poética del lenguaje. Del “cumplimiento” de sus preceptos se desprende la literariedad, es decir, la condición de literario. Estos principios son: autorreflexividad: que el texto atraiga por su propia forma. Es decir, que el discurso sea capaz de sorprender al lector debido a su estructura. La polisemia: los discursos son susceptibles de ser interpretados de dos o más maneras. El texto alcanza una dimensión simbólica.
2) El discurso estético-literario se caracteriza por atender rigurosamente la ley de la isomorfía: la motivación, la relación de correspondencia entre forma de la expresión y forma del contenido, sonido y sentido. La creación de paralelismos en distintos planos.
3) La tradición literaria es la suma de motivos y procedimientos retórico-estilísticos a lo largo de la historia de la poesía de una sociocultura. Ese conjunto de tópicos y mecanismos semióticos constituye un sistema. Ese sistema está cercado por una frontera, es decir, por cierto límite que, una vez traspasado, deja de pertenecer a la esfera de los discursos estéticos. Este es quizá un punto capital. Cierta zona de la poesía mexicana (y latinoamericana) habla ya no de poema sino de escritura. El estatuto semiótico de sus textos también es otro. Se trata de una especie de prepoesía.
4) La noción de frontera o límite es superable, desde luego. Deseablemente superable. Esto se logra a través de la experimentación. Experimentar significa ampliar las posibilidades expresivas. Connotar mediante nuevos procedimientos. Acceder al símbolo, a la esfera de lo poético, a través de nuevos lenguajes literarios o desvíos y distorsiones de la norma lingüística no vistos hasta el momento (En este sentido, la poética del riesgo se ha quedado en el mero intento. No se han logrado nuevos lenguajes literarios. Se siguen empleando exactamente los mismos recursos de la tradición. Ni siquiera los procedimientos de las vanguardias literarias de hace cien años han podido innovarse. Es alarmante que los poetas “más audaces” de la poesía en español no hayan podido ir más allá de lo escrito y teorizado, por ejemplo, por Néstor Perlonguer a inicios de los años noventa. Se nos vende por nuevo algo que hemos estado viendo durante casi cien años en lo temático y en lo formal).
5) Si bien es cierto que el paradigma de las ciencias naturales y sociales, como lo ha hecho notar Ilya Prigogine, es la caída de las certezas (léase pérdida de imagen de mundo), también es conocido de sobra que una de las características de la entropía es la tendencia “natural” al orden, a un cierto orden (Según Prigogine, dentro del caos siempre hay “estructuras disparativas” que buscan dar sentido a ese desorden). Por tanto, la hipótesis respecto a la futilidad de los significados es únicamente un sofisma (flarf poetry). Del caos o la massa confusa, como sabían los viejos alquimistas, emerge, ineluctablemente, el sentido. El sociólogo Immanuel Wallerstein lo explica de otra manera. Vivimos una época de incertidumbre. El actual sistema mundo se ha agotado y está en decadencia, en una época de cambio. ¿Cambio hacia qué? No se sabe. A un mundo más equitativo o a un mundo radicalmente asimétrico. No se sabe. Pero, en ese marco de confusión, existe un principio de esperanza. No sólo significación sino búsqueda de significado.
La verdadera experimentación radica en la búsqueda de sentido, de nuevos sentidos, de otro sentido.
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La novedad
Rémy de Gourmont dice algo muy interesante respecto a Baudelaire, uno de los autores que inauguró la poesía moderna: “en Las flores del mal” había algo más que un “nuevo escalofrío”, había una vuelta al verso francés tradicional… hasta en el malestar nervioso, Baudelaire guarda algo de sano”. Y en un ensayo sobre la tensión entre las vanguardias (la literatura entendida como procedimiento) y la tradición (la literatura como paradigma de Obras), César Aira concluye, después de ponderar por sobre todas las cosas la radicalidad del lenguaje, que “el procedimiento en general, sea cual sea, consiste en remontarse a las raíces”.
Y aunque, como recuerda Walter Benjamin al hojear un viejo álbum de 1816, “lo nuevo es siempre bello”, no se puede sino dudar de esta condición de lo novedoso, no se puede sino advertir lo fetichizado de esta necesidad de riesgo, más efectiva en el marketing literario que en la estética, pues desde hace décadas no se ve un “nuevo” lenguaje literario cargado de vitalidad emotiva y formal.
El propio Benjamin afirma que lo nuevo “es la quintaesencia de la falsa conciencia, cuyo agente incansable es la moda”. La propaganda, continúa, “organiza el mercado de los valores espirituales”. Esta novedad “está marcada con el sello de la fatalidad de ser un día la antigüedad, y a revelarlo a quien es testigo de su nacimiento”.
Esto último lo sabemos de sobra en México y en general en Latinoamérica. Cierta zona de la poesía nos ha vendido por “nuevos” y “riesgosos” procedimientos y tópicos que hemos visto hasta el hartazgo al menos los últimos cien años. Es así que el impulso vital de la vanguardia se ha vaciado de significado y ha evidenciado su agotamiento.
¿En qué radica este agotamiento? En que nadie ha podido ir más allá de los presupuestos teóricos de la ruptura de la tradición que expusiera Octavio Paz en 1966. En lo formal, los llamados poetas del “riesgo” no han logrado superar a un Néstor Perlonguer, que empleó un barroco maravilloso para dar cuenta de su momento histórico. No vimos a nadie, desde entonces, moldear el español a su antojo y con esa carga afectiva. Sus seguidores no han logrado estar a la altura.
Este agotamiento de las posibilidades expresivas se asemeja a lo que sucedió a mediados del siglo XVI cuando la poesía del Renacimiento perdió su tensión y se vació de significado en el manierismo, que privilegió la forma y fue más caparazón que cuerpo. Algo parecido sucede con la vanguardia que al perder su impulso creativo permite la emergencia del camp: cáscara, no cuerpo. ¿Estará por venir (o ya está entre nosotros) ese barroco puro, sobrio, angustiado, confundido, limpio de ornato y rico en tensión semántica, que sucedió al manierismo?
Una poesía centrada exclusivamente en la rarificación insulsa del lenguaje ha generado lo que Alan Badiou llama “un punto” (aquel momento en que, ante determinado estado de cosas, se requiere dar un cambio de rumbo, un golpe de timón, plantear un nuevo comienzo) y que el teólogo brasileño –¡peligro, un teólogo! – Leonardo Boff denomina “crisis” (el aspecto dramático y la sensación de pérdida de los puntos de referencia, el agotamiento de las posibilidades de crecimiento).
En una época donde dominan “el más o menos” y el “no sé qué” estéticos, en una época donde jerarquizar, normar, definir, están pasados de moda y son quizá nociones obsoletas y anacrónicas, es válido preguntarnos con sinceridad, con ingenuidad incluso ¿qué es la poesía?
En la respuesta a esta pregunta está la manera de afrontar la crisis, que también es explicada por Boff como “como un proceso de convulsión y de radical cuestionamiento”. Las fuerzas positivas de la crisis, esta confusión, este deseo de encontrarse, orientan de algún modo la nueva poesía que se está escribiendo en español, una poesía que cree absolutamente en lainvención pero que está comprometida también con la representación, es decir, el retorno al sujeto.
Es por ello que cuestionamos estos primeros cincuenta poemas, los sometemos a examen y los confrontamos con nuestro azoro
y a veces con nuestra indignación.
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(De parte de Román Luján)
Diversos teóricos de la nueva poesía en inglés, hacen elevar al nivel de canon para este tiempo, la noción de una escritura conceptual (Conceptual Writing, Goldsmith, Dworkin) que apela a la inteligencia y no a la emoción:
“La escritura conceptual, obstinadamente, no reclama para sí el reconocimiento de originalidad. Por el contrario, emplea tácticas para borrar intencionalmente la autorreferencialidad y el yo con descreación, inautenticidad, ilegibilidad, apropiación, plagio, fraude, robo y falsificación de sus preceptos, por medio del manejo, procesamiento y sistematización de la información, y, en el recurso extremo de sus metodologías, con el aburrimiento, la ausencia de valores, y la depauperación como una ética”.
“El lenguaje como un material, el lenguaje como un proceso, el lenguaje como algo que es vertido dentro de una máquina y que se propaga través de las páginas, sólo para ser descartado y reciclado, una vez más. El lenguaje como chatarra, el lenguaje como detritus. El idioma desnutrido, el lenguaje sin sentido, sin amor por el lenguaje, entartete Sprache (lenguaje degenerado), el habla cotidiana, illegibility (ilegibilidad por afectación del significante), unreadability (ilegibilidad por cuestión de estilo), la repetición mecánica. Archivo y catalogación obsesivos, el lenguaje degradado de los medios de comunicación y de la publicidad, un lenguaje más preocupado por la cantidad que la calidad.”
(Conceptual Writing, Goldsmith, Dworkin)