Francisco Hernández guarda su esquife de niño en el baúl. Enciende su lámpara a la hora de soñar con teatros, máscaras y bosques devastados. Escribe una canción parecida a un lince, un poema parecido al venablo ciego de los delirios. Del baúl salta su esquife: se deshace en un vuelo de palomas verdes que cruzan el cielo de la locura.
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